Opinión: La vida entre misiles

Por Jorge Ramos 

Ashkalon, Israel, cerca de la frontera con Gaza. Esto no es vida. Ni para los israelíes ni para los palestinos. Es en lo único en que los dos pueblos están de acuerdo.

Una mañana salí de Tel Aviv, hacia el sur, cuando de pronto el cielo se llenó de puntitos blancos. Eran misiles. Y luego vino ese estruendo seco, succionando el aire, que ocurre cuando un misil de Hamas o Hezbollah es interceptado y destruido en el aire. Así funciona el llamado “domo de hierro”, sistema antiaéreo de Israel que elimina, antes de caer, la mayoría de las bombas que lanzan en su contra.

​El protocolo de seguridad, si vas manejando y viene un misil, es bajarte y esconderte detrás del auto. (Si te quedas dentro, no tienes escapatoria.) Así lo hice, esperé unos minutos con varios conductores al borde de la carretera hasta que explotaron los cohetes, luego nos subimos a nuestros autos y nos fuimos. Como si nada hubiera ocurrido.

Había quedado de verme con el doctor argentino Claudio Cristal en el hospital Barzilai de Ashkelon, a 13 kilómetros de Gaza. El hospital funciona a pesar de haber recibido el destructivo impacto de un misil días atrás. Comencé la entrevista y a los pocos minutos una fuerte sirena que alertaba sobre un ataque aéreo nos obligó a correr y a escondernos en el refugio antiaéreo del hospital. “Aquí estamos bien”, gritó el doctor. Le dije que aún se oían las bombas. Me vio pálido y dijo: “No tenga miedo”. Le regresé la sonrisa más falsa que he tenido en toda mi vida.

​En el hospital conocí a Itzik Horn, quien hacía varios días no se rasuraba la blanca barba. Dos de sus hijos habían sido secuestrados del kibutz Miroslav por los terroristas de Hamas el sábado 7. Sus ojos estaban rayados por la angustia y la rabia. “La gente de Hamas hicieron una masacre en el kibutz”, me contó. “Falta mucha gente… No saben si están vivos”.

​Solté el micrófono, le puse la mano sobre la espalda y le dije, como padre, que esperaba verlo pronto con sus hijos. Itzik se quebró. Lloró y se puso la mano derecha sobre la cara. “Lo que te mata es no saber si están vivos o muertos”, dijo. “Si han cortado a unos en pedacitos, si pudieron matar a bebés de ocho meses ¿por qué no van a un rehén quemarlo o torturarlo? No hay que perder la esperanza”.

​Salgo del hospital con el corazón apretado. ​Gaza está al ladito. Ese es otro infierno.

​Entrar a Gaza en los primeros días de la guerra era casi imposible. Estaba sellada. Nada entraba ni salía. Ni agua, electricidad, comida, suministros o periodistas. El ejército de Israel la tenía cercada y Egipto no dejaba que nadie saliera por el sur. La catástrofe humanitaria era patente. La ONU reportaba que cientos de miles estaban desplazados, sin casa, y los bombardeos habían dejado a muchos civiles muertos y heridos. Las bombas no discriminaron entre terroristas de Hamas y la población en general, incluyendo niños.

​Las imágenes de Gaza que vi eran de un dolor gigantesco. Una niña sola, con dos ríos de sangre seca sobre la cara y esperando en un hospital, lloraba porque no encontraba a su mamá. Otro niño, con la cabeza vendada, consolaba a su papá, quien estaba herido en una camilla. “Estoy bien”, decía el menor, “estoy bien”, mientras el padre sollozaba. Un hombre corriendo y llevando a su bebé inmóvil a quién sabe dónde. Las caras de desesperación de los padres cargando a sus hijos malheridos y buscando quien les ayude. Todos escondían historias de horror.

​Los habitantes de Gaza saben que las noches son espantosas. No hay electricidad y los edificios tiemblan cuando caen las bombas. Lo peor es que no hay donde esconderse. Es cierto que la mayoría de los palestinos no tienen nada que ver con los terroristas de Hamas. Igual sufren las consecuencias de los bombardeos. No hay un lugar seguro en esta franja densamente poblada y sobrecargada de dolor.

​Regreso a Tel Aviv, al día siguiente salgo a caminar con mi camarógrafo frente a la playa. Necesito airearme, procesar lo que he visto. No hay espacios para descansar de la guerra. Suena otra alarma de ataque aéreo, David dice que es la primera vez que lo bombardean en una playa. No hay tiempo para correr a un refugio y veo a una mujer tirada sobre la arena, con las dos manos sobre la cabeza. Es su protección ante dos misiles que truenan en el aire. De nuevo, el domo…

​En poco más de una semana he escuchado tantas alarmas de bombas que perdí la cuenta. Cada una de ellas  te revienta los nervios. No descansas hasta que oyes que la bomba explotó y no te tocó a ti. 

 

 

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