Opinión: NYEPI, el día del silencio

Por Jorge Ramos

Bali, Indonesia. Todo se detiene. Todo. No hay vuelos. El aeropuerto se cierra. No hay nadie en la calles. Nadie puede salir de su casa. Ni ver televisión o escuchar la radio. Las luces se apagan y no se deben usar aparatos electrónicos o celulares. Y quien se atreva a romper las reglas, es regresado a su casa o detenido. Así es el Nyepi, un día al año que los balineses dedican al silencio y a la reflexión.

Es difícil de creer que una isla de más de cuatro millones de habitantes se pare por completo. Pero así es. Incluso los turistas y los que no son seguidores del tipo muy particular de hinduismo que se practica en Bali -donde las ceremonias religiosas marcan el ritmo de la vida diaria- están obligados a seguir esta vieja tradición. Solo por un día.

Para eso vine. Estoy cumpliendo años y quería hacerlo de una forma totalmente opuesta a la fiesta. Siempre me ha parecido un poco absurdo y cursi que la gente te felicite y te regale cuando se suman los años a tu fecha de nacimiento. Hay cosas que nos merecemos. Pero el día que naces, simplemente, nos tocó por casualidad. Así que me trepé a cuatro aviones, le puse pausa a los pendientes, dejé por un rato el mundo de las noticias, volé casi dos días y aterricé en una Bali más verde, amable y caótica de lo que recordaba.

El día previo al Nyepi es el más divertido. En todos los pueblos de la isla sus habitantes construyen unas enormes y coloridas figuras de cartón y papel maché, de dos a cinco metros de altura, que llaman Ogoh-Ogoh. Son en realidad monstruos o demonios-pesadillas hechas a mano, con cuerpos de animales y múltiples extremidades, con caras de horror, ojos salientes, lenguas largas y panzas infladas- que simbolizan los malos espíritus. Al atardecer, grupos de 10 a 30 balineses cargan sus Ogoh-Ogoh en una procesión por la calle principal del pueblo y los llevan al cementerio donde, horas después, son quemados. Así es como los balineses exorcizan la maldad.

El problema es que esos malos espíritus son muy tercos y, aún hechos humo, no se quieren ir. Por eso, al día siguiente, todos los habitantes de Bali se tienen que quedar callados para hacerle creer a los malos espíritus que la isla está vacía y se vayan a otro lado. Ese es el mito del Nyepi.

En la práctica tuve que desaprender muchas cosas. Durante el Nyepi los empleados del hotel donde me quedé hablaban con voces apenas audibles, como si no quisieran despertar a los demonios. Nos prohibieron salir a la playa o meternos al mar. Y fue imposible aventurarse a calles totalmente vacías. No hubo ruidos ni música. La cena fue con velas. La oscuridad y el silencio dominaron todo Bali.

Muchos adultos ayunan durante el Nyepi. Y los mismos niños que gritaban tras el paso de los Ogoh-Ogoh se ven forzados a aprender los rituales de la introspección, el autocontrol y la tolerancia. No conozco ningún otro lugar del mundo que colectivamente le enseñe a sus niños las virtudes del silencio.

La única trampa permitida, para algunos extranjeros, fue el uso de wifi en sus celulares. Pero la inercia digital fue, poco a poco, cediendo ante una nueva orden: no hagas nada.

Tras 24 horas de silencio algo pasa en nuestras mentes. Es más fácil separar lo importante de lo superfluo. No es que milagrosamente te conviertas en una mejor persona; hasta los dioses balineses tienen sus límites. Pero sospecho que reaccionas con menos virulencia ante los retos típicos de la vida. Y es precisamente esa paciencia y generosidad en el trato lo que tantos admiramos de los habitantes de Bali. Es imposible no doblarse ante su sonrisa.

Luego del Nyepi -el año nuevo para los hindúes de Bali- aún quedan 364 días por vivir. Rápidamente las calles se fueron llenando con miles de motocicletas que, en la práctica, son el verdadero transporte colectivo de la isla. Es frecuente ver a familias de cuatro -niño frente al manubrio, papá manejando, niño/sandwich a sus espaldas y luego la mamá- rodando sin cascos. Y se necesitan a todos sus dioses para librar de accidentes a algunos de los más osados y hábiles motociclistas del planeta.

 

El rugir del avión despegando terminó con cualquier pretensión de tranquilidad. Pero el silencio de esas 24 horas ha sido, sin duda, mi mejor regalo.

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